Ya ven la que se ha liado con el libro de Santi Santamaría y sus críticas a la «nouvelle cuisine» española. La guerra de los chefs no para de producir titulares y, como se descuiden los del PP, va a dejar convertida la polémica sobre la definición y el liderazgo del partido en agua de borrajas, que es como antes le llamábamos a la espuma de nada. Por lo visto, no todo es oro en los platos, ni uva en los cálices. Cuando algunos productos, casi irreconocibles de puro recreados, adquieren la textura de un concepto, seducen porque engañan. ¿Arte o tecnología? Evolución o trampa.
Quizás sea cierto que lo que hace Ferrán Adrià en su cocina, y con él sus ya múltiples secuaces, sea confundir la esferificación con el tocino. Según tengo entendido, nuestro más celebrado cocinero tiene mucho de brujo o alquimista. Todo lo deconstruye en sus retortas, para que sea imposible saber lo que te comes. Pero, si no te mata, seguro que alimenta. E imagino que «El Bulli», como un juego, como suele ocurrirle a las vanguardias, nos dejará a la postre un extraño vacío, pero también recetas que algún día serán clásicas.
Si nadie, nunca, hubiera experimentado en los fogones, estaríamos todavía con el salpicón las más noches y el palomino de añadidura los domingos. Todo avance conlleva un sacrificio, persigue una quimera y es, hasta cierto punto, un despilfarro. Unos tiran del carro hacia delante, a veces más con humo que con bueyes, mientras las tradiciones, ejerciendo de lastre, impiden que el progreso nos aboque al absurdo. No son polos opuestos, sino complementarios. Yo ante un plato de «fabes» me derrito, pero el «muelle de aceite» o el «deshielo» no quisiera morirme sin probarlos.