Visité hace años la cuna de los juegos olímpicos en uno de esos cruceros por el Mediterráneo que te permiten, tras un sueño redondo acunado por las olas, despertar en una ciudad distinta cada mañana: en el Corfú del pequeño de los Durrell, el que no escribió el «Cuarteto de Alejandría», en las ruinas de Éfeso, donde se filosofaba hasta en las letrinas, en la vieja Estambul de dos orillas que cantara Espronceda, o en la pequeña Olimpia, de la que sólo recuerdo una hierba amarillenta y la impresión que me produjo saber que por ella corrían los atletas desnudos. Oh, qué tiempos.
La llama olímpica ha vuelto a encenderse una vez más y, desde Grecia, ya viaja por Europa camino de Pekín, donde no sabemos si la muralla china se abrirá para dejarle paso. Pero su recorrido está siendo accidentado. Dos veces la han tenido que apagar en París, y me temo que le quedan otros muchos sofocos, como si el viento del pueblo anduviera tras ella, soplando. Y es que hay algo sagrado en todo fuego, y el fuego siempre vive de milagro, y en un lugar lejano las túnicas se tiñen de color caramelo, y si ustedes lo han visto, ya sabrán que hay montañas que levitan.
Más rápidos. Más altos. Más fuertes. A través de los siglos, banderas y países, en tiempos iracundos y en tiempos de concordia, ése ha sido, y no otro, el olímpico lema. En Pekín, me imagino, se batirá algún récord. Competirán las razas a pecho descubierto. Daremos otro paso hacia los dioses, que quizás ya nos miran con recelo. Pero hay un más difícil todavía que consiste en quitarse de los ojos la venda. Mientras haya en el mundo antorchas enterradas, se apagará una llama para que otra se encienda.