Hace ya muchos años, hice un crucero por el Mediterráneo con mi familia. Cuando bajamos al comedor para elegir mesa, nos dijo el “maître”, que hablaba italiano, que ya no quedaba ninguna con vistas al mar, pero sí con vistas al “capitano”. Aquello nos consoló muchísimo. En el autobús que nos llevó de Haifa a Jerusalén, el guía preguntó si sabíamos cuál era el principal producto de Israel. Era una pregunta retórica y sólo mi madre entró al trapo. “Las flores, las flores”, respondió muy ufana. Luego supimos que eran los diamantes. Esa tarde, en el barco, mi hermana y yo, por timidez, hicimos que mi padre cantara primero línea y luego bingo con nuestros cartones. En ambos casos faltaba un número. “Che simpatico, questo signore”, comentó la animadora. Durante el resto del crucero, la gente coreaba a nuestro paso “las flores, las flores”, o “¡bingo!”. Por pequeños que sean, hay errores que siempre te acompañan.
Hacia la mitad del viaje, nos anunciaron la “visita del capitano”. El capitán se disponía a realizar una inspección aleatoria de los camarotes. Yo, que entendí que lo inspeccionado era el estado en que los viajeros mantenían las habitaciones, y no la calidad del servicio de limpieza, me puse de los nervios. Recogí todos los trastos que tenía repartidos por la cabina, escondí la ropa sucia y dejé el lavabo como una patena. Mi familia, para reírse un rato, me dejó hacer. Y aún ahora, a veces, cuando siento que todo va mal, cuando leo que en el mundo hay hambre, miedo, guerras, bombardeos, dolor, desesperanza, y me digo que acaso no tengamos remedio, pongo orden en mi casa. Como si muchas vidas dependieran de ella, y fuese el capitán a visitarla.