A los diamantes se les conoce por su talla, al oro por sus quilates, a las perlas por su oriente y al ministro Sebastián, por sus extravagantes ensoñaciones, que van de la zeca a la meca, o del caño al coro, con el mismo aplomo, y el mismo destino, que el cántaro de la lechera. Los ganchos que lanza aterrizan en sus propias mejillas, los votantes le “botan”, que dirían allende los mares, los cargos se le vuelven cargas y no hay cosa que diga o haga que sobreviva a un telediario. “¡Probe Miguel!”. Como hacía tiempo que no salía a escena, yo ya me preguntaba qué le estaría pasando.
Eso que ha dicho ahora de que al gobierno se le está acabando la paciencia con los bancos debe de ser una extrapolación de su propio hartazgo, porque, donde él ha dicho negro, Blanco ha dicho blanco, y ya sabemos todos que no hay color. A nuestro ministro de Industria, también conocido como el Organillero, se le quedaron en un cantar de gesta el destierro de la corbata, a media luz las bombillas de bajo consumo (que son las que él gasta) y sin cobertura los llamamientos a la autarquía. ¡Qué bien le sentaría un lunes al sol!
Porque hagamos balance. Casi cuatro millones de parados. Familias enteras donde no entra al mes ni un solo salario. Miles de empresas al borde la quiebra. Infinidad de comercios a punto de echar el cierre. Sorteos de viviendas de protección oficial donde la gente celebra que le ha tocado en suerte un piso asequible que, de todos modos, no podrá pagar. Ni hay trabajo esperando ni hay industria en camino. Tan sólo dos posturas frente a frente. Como en una comedia a lo divino. Con su doble tramoya y un ministro impaciente.