Ya nos dijo un poeta, me parece, que «ser de centro es como no ser nada». Ésta es una idea bastante extendida entre las personas que viven para, por y de una ideología. En su visión de las cosas, el mundo se divide en dos mitades: ellos, con su razón de vence y suma, y el infierno asfixiante de los otros. De forma que Cervantes o Unamuno no sé lo que serían. Supongo que fantasmas. Jamás hicieron propias las consignas extremas. No sé si eran de centro, pero sí que lucharon en dos frentes.
En España, de siempre, hay que apuntarse a un bando. Aquí se es de derechas – luego rancio, casposo y cavernario -, o por contra de izquierdas – luego vil, incendiario y revanchista -, o bien nacionalista autoblindado, que es una buena forma de agitar el plumero sin que a nadie le importe si has barrido la casa. Pero mucho cuidado con la calle de en medio. Lo heroico en estos pagos, lo que ya empieza a ser vertiginoso, es andar por el centro del camino: a un lado un precipicio, y al otro una barranca.
Yo no sé si es posible ser de centro, o si sólo es de centro aquél que se lo hace. Pero mientras la izquierda ande tan escorada, tan fija de piñón en su derrota, hay un carril abierto para un tren razonable. Para una alternativa moderada y sufrible. Y para una estrategia equilibrada, ni enferma de rencores infinitos, ni apta para cordones sanitarios. El centro es el lugar donde se amaban las parejas de aliento inseparable: tradición y progreso, igualdad y excelencia, libertad y justicia… No es tan raro lugar para una cita. A veces, en lo abierto de su pecho, encuentra nuevo oxígeno el mañana. Y a veces hay un dardo transparente que da en el corazón de la diana.