Como no puede decirse que este segundo debate – tan parecido al primero, salvo en las formas, que ha logrado cambiar el resultado – haya tenido la virtud de sembrar dudas donde no las había, o de despertar al elector dormido, me imagino que el próximo domingo la tasa de abstención será la prevista. Ignoro si habrá trasvase de papeletas, pero es posible que algún ciudadano que votó a Zapatero cuando aún era Bambi en un bosque que ardía ya le vea las orejas a esta versión del cuento. Y se quede en su casa, ni triste ni contento.
La abstención, a veces, es más hija del hartazgo que de la indiferencia. Es un modo tan fácil como ingrato de votar a un partido inexistente. No siempre es perezoso, ni apocado, ni ignaro, por más que Zapatero lo considere «triste». Votos, los hay de todas las especies: el voto del miedo, el voto de la prudencia, el voto del castigo, el voto de la concordia, el voto de la venganza… Los votos, como un hombre, admiten vocaciones y adjetivos. No todos son alegres, y en la abstención, a veces, hay algo parecido a la esperanza.
Yo creo que lo triste no es el voto menguado, sino la pequeñez de los partidos. Sus promesas de lata, en que nadie confía, sus juegos de intereses, que cantan «La Traviata», el tono colegial de sus mutuos reproches, su falta de coherencia y perspectiva, y ese túnel que siempre transporta al que gobierna, en un coche oficial, a otra galaxia. Abstenerse es un modo de que gane el contrario cuando hay que protegerse, porque vienen los tuyos. Es un acto de reyes, una ausencia sonada, un desmayo fingido, una fina jaqueca. Y un modo de guardarse, como un soldado herido, para otro general y otra batalla.