Y Madrid, de repente, se llenó de familias. Eran y son las mismas que a diario se dan los buenos días en los pasillos del alba y luego se reparten por las ciudades y los mapas, camino del colegio o la oficina, cada cual con su edad y su rutina, y vuelven por las noches a juntarse para un último canje de cansancios y anhelos. Digo que son las mismas, pero también hay otras diferentes, de más entreverada ideología, que esa mañana optaron por quedarse en su casa. Y que estaban, también, como familia, en su propia verdad y en su derecho.
Defender la familia, señalar su importancia, reivindicar el juego de equilibrios en que constantemente se renueva, exigir para ella ayudas y respeto – inclusive en el caso de que sea la cristiana – no es un acto doloso ni ofensivo. Se trata, a fin de cuentas, de poner muchas cosas en su sitio. No hay día en que unos padres no carguen con sus hijos en los hombros en forma de caricias, facturas, discusiones, amor, parques, paciencia, noches blancas…. Nuestro gobierno, tan sensible a todo, no cree que eso merezca ni una triste portada.
Lo extraño es que uno tenga que mostrar lo evidente. La familia es el eje y el origen de nuestra evolución asociativa, de la conservación de nuestra especie, de todo lo que somos y alcanzamos, y el lugar donde siempre regresamos a curarnos del tiempo y sus heridas. Es una institución tan poderosa, que de cuantos embates ha sufrido, no conserva ni el miedo ni la huella. Quizás porque en sí misma es algo indestructible. Hasta el punto, señores, que presiento que uno sólo se muere cuando una voz te dice que ha llegado el momento de reunirse con ella.