Acabo de viajar a España en avión y, como por razones que no vienen al caso ando baja de defensas, he llevado puesta una mascarilla durante el trayecto: una de esas con filtro que previenen tanto el contagio activo como el pasivo, o sea, de las “más carillas”, y disculpen ustedes lo fácil del calambur. Era una simple medida cautelar, un mínimo ejercicio profiláctico, pero no vean la de miradas suspicaces que me han dirigido los pasajeros. Como si una inocente mascarilla conviertiera a Occidente en un fracaso.
Ya sé que es imposible ponerle puertas al aire, y me conozco el cuento de ”La máscara de la muerte roja”, pero encuentro ridículas a esas personas que presumen de no tenerle miedo ni a la gripe aviar, ni a la peste porcina – o como diablos se llame esta nueva influenza -, ni a los bien conocidos mecanismos de la propagación de una infección viral. Jóvenes que aseguran, con espíritu legionario, que lo primero que piensan hacer cuando vean a su novia recién llegada de México es darle un beso en la boca. ¡Vaya una cepa extraña de amor propio!
Pese a la amenaza, y mientras la OMS no eleve el nivel de alerta, tendremos que seguir viviendo al día: entrando en los comercios, acudiendo al trabajo… Pero por lo mismo que no tiene nada de ridículo quedarse en casa cuando se avecina un tornado, y si hemos de dar crédito a la ciencia, se me antoja que algunas medidas de higiene no tienen mayor coste que un rubor pasajero, y el precio de obviarlas es demasiado alto. Se trata de romper esta espiral de fiebre, la maldita cadena del contagio.