Amo a Italia. Quizás porque fue en ella donde estrené la vida, y se me desdobló como una consonante, o porque Domenico Modugno vivía en nuestro mismo edificio, y su voz nos llegaba por el patio con aires de nostalgia o aventura, o porque el primer río que me hizo sentir agua fue el “Tevere” divino, con su deslizamiento de suave pincelada y con su atardecer de terracota, o porque en esa bota que puso al mundo en órbita hace siglos huele a pan recién hecho y a tortellini “al dente”, y para un corazón enamorado, siempre hay un campanile, una plaza, una fuente.
Cuando España no juega, siempre voy con Italia. La letra de su himno me la sé de memoria. Y como la del nuestro sigue siendo un “lolailo”, me sumo a los “fratelli” con sincera alegría. Cuando Italia ganó el mundial de España, mis hermanos y yo salimos a la calle a celebrarlo, y acabamos llevándonos a casa a un “tifoso” que no llevaba puestos más que los calzoncillos, y a guisa de faldón, una bandera. Es lo que tiene el fútbol, que hace extraños amigos. Por cierto, que mi madre, que nunca supo aquello, va a llevarse una “piccola” sorpresa.
Amo a Italia, decía, y sin embargo, ¡Dios, qué placer vencer por fin a Italia! Señores, qué gustazo. Lo de pasar de cuartos, ya suena a violonchelo. Para nuestra autoestima colectiva, la “Azzura” era un oscuro sortilegio, una sombra ominosa, una mordaza, un cuervo, una impotencia, un capador de sueños. Como un sesenta y ocho inacabable, como un desastre cíclico y perpetuo. ¡Qué fuerza da la suerte cuando sopla en el punto de penalty! Sé que no es tan sencillo merecerla, y que un juego es un juego. Pero ganarle a Italia se parece al alba del principio del comienzo.