A ZP, lo que verdaderamente le gusta es dialogar. Esa costumbre tan española de la cháchara que lo mismo sirve para matar las horas en un café que para hablar de muertos en La Moncloa. Hay que reconocer que el diálogo es una costumbre saludable. Una gimnasia intelectual que te obliga, de vez en cuando, a visitar los parques de la duda o a darle un aire nuevo a tu certeza. Como en el ejercicio del amor, se conoce gente. Es fácil, presta mundo y le sienta de perlas a un talante.
ZP se ha pasado la legislatura charla que te charla. Con los distintos partidos que podían brindarle un apoyo a cambio de cualquier fruslería financiera o identitaria, con la ETA, que ya se sabe lo mansamente que cultiva el arte de la oratoria, y ahora, por evitar agravios comparativos, con el PP. Ya lo ha dicho en rueda de prensa María Teresa Fernández de la Vega. Que ellos están abiertos al diálogo. Que están absolutamente decididos a escuchar lo que Rajoy tenga que decir sobre la nueva y misteriosa estrategia antiterrorista – ahora que la otra, ésa un poco autista que se traían, ha fracasado – y no menos dispuestos a oírle como el que oye llover.
Lo irritante del diálogo es que, en sí mismo, no aporta nada. Para que de un diálogo nazca el entendimiento, los interlocutores tienen que estar de acuerdo, como mínimo, en la necesidad de llegar a un acuerdo. Mientras el Gobierno se niegue a volver al redil del Pacto Antiterrorista, y el PP considere inaceptable una negociación política con ETA, no hay mucho de qué hablar. Aquí ya sólo cabe una elocuencia: la de las urnas. Nadie engaña ya a nadie. Por más comunicados que florezcan, la «Zeta Paz» está dinamitada y a ZP se le hunde la mayéutica.