Este año, tan recién estrenado que todavía huele a pólvora, viene desafiante y levantisco, con muchas selecciones sin criterio, con unas elecciones agresivas, con demasiados rumbos enfrentados. Nuestro Rey, más querido de lo que algunos desearían, cumple setenta años y yo, a modo de felicitación, voy a darle las gracias por este largo tiempo de concordia, y, por si fuera un mago, también voy a pedirle que me traiga un futuro tenaz y laborioso, de buena gente que camina. No necesito más. El amor de los míos, igual que lo recibo, lo doy por descontado.
Ya saben ustedes que en el Sur de Italia, por estas fechas, la gente tira por la ventana todo lo que le sobra. Yo nunca olvidaré aquella noche de San Silvestre, en las calles de Roma, en que un viejo armario de madera que alguien lanzó desde un cuarto piso casi me deja eternamente calva. Digamos que hay catarsis que tienen un trasfondo impertinente. La mía es de esa clase. Este empacho de modas, ecos y celofanes, este recio cansancio de las cosas tiene tanto poder que asusta a las tormentas. Es claro, pero nunca es inocente.
Ayer vi, entre la costa y la montaña, dibujarse, completo, el arco iris. Todo un palio de cintas de colores le puso una corona al horizonte. Queridos Reyes Magos: confieso que no he sido ni moderna, ni buena. Y que en estos momentos solamente deseo una vida tranquila, una patria serena, un poco de belleza sin adorno, tiempo para saber en qué consisto, esa agenda en que anoto mi memoria y un lugar donde el odio me traiga sin cuidado. Dejad las amenazas, soberbias y ambiciones en otros calcetines. A mí dejadme sólo lo que basta. Que es poco, cuando mucho es demasiado.