El pasado jueves, en la primera entrevista televisiva que concede tras salir del coma, Jesús Neira impresionaba. Impresionaba por sus ardientes, desorbitados ojos azules, por su discurso pausado y directo, que se congelaba en un simple “no” o se expandía en pequeños detalles intensos y concretos, por sus manos caídas o sus piernas delgadas, por su hastío militante, opuesto al desencanto, por un aturdimiento transparente, infiltrado de aliento, asombro y repugnancia. Apenas quiso hablar de su agresor, al que, kafkianamente, acabó convirtiendo en cucaracha.
Neira, sin pretenderlo, se ha convertido en un héroe “civil”. Como todos los héroes, actuó por impulso, movido por un algo fatal e insoslayable que algunos seres llevan en lo antiguo del alma, pongamos que en la sangre, no sé, en el disco duro, como un virus hambriento de esperanza. Como sólo los héroes, el profesor ya sabe que un instante puede ser abismal y decisivo. Y afirma que mil veces que viviera, él siempre haría lo mismo. Decía mi abuela, elemental y sabia, que ella siempre rezaba por no cruzarse nunca con todo el sufrimiento que no sería capaz de doblegarla.
Este caballero, que ha demostrado serlo más allá del valor de las palabras, se bebió un largo coma, como un aperitivo de la muerte, y aún lucha con su cuerpo, tan fuerte y maltratado por salir en defensa de una “dama”. Allá ella con sus norias. Él hizo lo correcto recordándole a un hombre qué es un hombre, dejando su violencia sin coartada. Le ha salido muy caro, pero su gesto tiene propia vida, hermosea los caminos, se pasea entre la gente. Yo quisiera decirle, por si le ayuda a andar sobre las horas, que yo, personalmente, le estoy profundamente agradecida.