La tasa de empleo, según dicen las estadísticas, se nos ha subido a la parra. Se ve que esta cuerda, no sé si tensa o floja, por la que transitamos nos tiene el alma en coma y el corazón industrioso, que son las prendas del hombre mercenario. Como todavía quedan algunos palmos de costa por recalificar, y no pocas subvenciones que repartir, es de suponer que seguiremos creciendo. Cuando salí de España hace unos lustros, no había trabajo ni para un ingeniero que se conformara con vender palomitas. Ahora que todos vamos de un congreso a una feria, estoy pensando seriamente en apuntarme al paro.
Total, buena parte de lo que gano se me va en reconstituyentes, aspirinas para el dolor de cabeza y evasiones con que me ayudo – es un decir – a soportar esta vida de alcayata. Piensen que para que te desgracie alguna de nuestras diecisiete sanidades públicas no es imprescindible haber cotizado. Con tarjeta o sin ella, te aparcan igual de bien en el pasillo. Y si añoras las ascuas, sobra donde arrimarse: una secta integrista, clubes y foros varios, plataformas volantes, colectivos borrosos, partidos, sindicatos, coaliciones… A poco que te esmeres en pasar el mensaje, tienes un buen estar asegurado.
Mientras los terroristas campen por sus respetos, los dirigentes cobren por incumplir la Ley, la calle sea del más fuerte, los alcaldes se forren a costa del paisaje, los ricos tengan cuenta en el paraíso, los farsantes prosperen, los contactos abriguen, los políticos mientan y la parroquia trague, lo sensato es no dar un palo al agua: «mujer desesperada en busca de no empleo». Y para recibir un trato preferente, en este mismo instante me declaro violenta, venal, antiespañola, inútil e insolvente.