Llama Gustavo Pérez Puig para contarnos, antes de que el suceso se imprima para siempre en las páginas sepia del recuerdo, que se ha muerto Gabriel Cisneros. Lo estarán viendo ustedes sentado en una silla de padre gestatorio, como firmando con su vida el pacto entre una España y siete caballeros, o vendiéndola cara, como un corzo rebelde y abatido, oponiendo una muda empalizada a secuestros Otegui y compañía, o enroscándose, igual que ese felino que predice la muerte, al borde herido de su propia cama.
Se ha muerto joven, y quizás bendito. Sobrevivir a la maldad más necia, al ojo demencial de tu asesino, y verle una sonrisa dibujada a quien cavó en tu carne un agujero (y luego, a Zapatero riéndole las gracias), debió de parecerse al dolor y al fracaso. Tuvo Gabriel Cisneros que hacer del desayuno una adhesión al zumo de palabras, una proclamación constituyente, un congreso de panes soberanos, una fe en el café de cada día, un sólido apetito de mañanas. Puede que algunas veces se sintiera invencible, y otras, como un escombro de su suerte.
Dejó escrito Ugo Foscolo que a “a egregie cose” – a grandes empresas – “il forte animo accendono” – mueven el fuerte ánimo – “l’urne dei forti” – las urnas de los fuertes. Se refería el poeta italiano a las tumbas de Galileo, Miguel Ángel o Maquiavelo, reunidas en Santa Croce. Le ha llegado, a Cisneros, la hora de la urna y la ceniza. Su alma ya descansa en los claros pasillos. No pudieron con ella unos cobardes. Se ha quedado en las hojas transparentes de un libro que da sombra, que nos tapa. La escoltan los leones de su capilla ardiente. Y en este instante ya relampaguea en los muros cansados de su patria.