Primero fueron los insultos a San Gil en Santiago, luego el ataque a Nadal en Barcelona y ahora, ayer mismo, el intento de boicot, y de nuevo la lluvia de improperios, a Rosa Díez en Madrid. No en la calle, ni en las verdulerías, ni en los chats internautas, sino donde madura el pensamiento, y allí donde la diosa Atenea, que lo es del arte y la ciencia, puede que ahora se esté lamiendo las heridas, y preguntándose quiénes son, y de dónde salen, y quién los azuza o financia, estos nuevos chacales de la España borrosa, estos nuevos cachorros de la ira.
Es realmente curioso que semejantes energúmenos, al amparo de un ojo entre bizco y miope, tachen precisamente de fascistas a las conferenciantes acosadas, culpables solamente de sus propias ideas, todas ellas pacíficas e inmaculadamente democráticas. Son lobos pregonando la crueldad del cordero, cocodrilos llorando por los dientes, fanáticos, niñatos, soplagaitas, gentuza sin vergüenza, fulanos execrables, atilas de opereta, asnos de coz y flauta. Y menos mal que son un hecho aislado, porque (según las últimas estadísticas) salimos a unos cuantos por semana.
Aún no hay cadáveres, pero ya ven que ladran los perros, como para abonar los «rosales del día». Y eso que ni siquiera cabalgamos. Como busca y ansía nuestro desconcertante presidente, la tensión va in crescendo a medida que arrecia la campaña. Se han poblado las aulas de amigos y enemigos. Gentes que vociferan y otras a la que callan. Como unas azucenas letales, proliferan las cuadrillas más tristes, las camisas más negras. A la ira le gusta comerse las palabras. Y mientras, Zapatero, con la zampoña puesta, repartiendo sus zetas entre paces y zarpas.