País

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La Pantoja, la madre de la Pantoja, la ex novia de la Pantoja o el novio con tirantes de la Pantoja. Qué más da. Todo vale para hipnotizar a la gente con chismes y folklores: acordonar las calles para que pasen ellos, los supuestos famosos y sus guardias, o pintar de alcaldesa a la mujer morena, o jugar a un palé de maletines, o inventarse una casta analfabeta que amontone facturas, relojes, calcetines, lujos de nuevo rico, artistas de subasta, criterios sobornables, llamadas sospechosas con su trinca y afloja o su tela y su pasta, documentos perdidos, dientes de excavadora, glamoures de panceta, fular y zapatilla, nubes de prensa rosa, prensa de carne en salsa, la insaciable avidez ostentativa, estentórea, «ostentórea» y chabacana del me das y te doy, tú firmas, yo apoquino, Marbella, cuentas negras, cuentas blancas…

La Pantoja, la tragedia de la Pantoja o el delito de la Pantoja. Tanto da. Todo vale para que se pongan de moda las gafas oscuras que lo mismo te sirven para ocultar la pena, la ojera o la vergüenza, que para irte de tapas o jereces, o a degustar las mieles del martirio. Para que ande la chusma entretenida tirando piedras o cascando nueces. Esa chusma que antaño la aplaudía, anhelando apropiarse de las sobras de aquellos despilfarros y festines, es la misma que está de imaginaria delante de la puerta del juzgado, que increpa a la cantante conocida, zarandea su coche, la insulta con un odio alquitranado, se afila los colmillos, la juzga, la condena sin juzgarla. Ponemos reyezuelos y coristas en nuestro corazón de glicerina tan sólo para ver cómo se caen, qué rictus se le queda al que resbala. Tierra de linchamientos. País de gente mala.


Laura Campmany