El fuego es un misterio. Destruye y purifica. En cosa de minutos se come cualquier cosa que le eches a la lengua, lo mismo un corazón que un rascacielos. Al hilo de los siglos, se ha merendado bosques, bibliotecas, ciudades, pastizales, graneros, carabelas… En los viejos altares, alguien lo alimentaba para que fuera eterno. A veces, si era de carne y hueso el combustible, el fuego azuleaba. Sólo se entrega al fuego aquello que te puede. Cuántas cartas de amor, cuántos turbios secretos, no le habrán arañado la garganta.
Lo nuestro con el fuego ya es casi una manía. Nos atraen como imanes las hogueras. Nos pasamos la vida prendiéndole la mecha a cualquier pobre cabo que ande suelto. Me temo que por mucho que crezcamos, somos un pueblo ciego y primitivo. Y si uno hace memoria, ve una noche muy larga. Definitivamente, con demasiados fuegos: las bombas terroristas, los múltiples incendios, mares engominados de los que saltan chispas, viejos irresponsables, rebeldes sin motivo y fantasmas tan secos como el polvo o la estopa.
La Inquisición, ya saben, chamuscaba en efigie a los herejes. Pura virtualidad depurativa. Ahora es el Rey, de viaje en Cataluña, quien ha visto su foto envuelta en llamas. Cuatrocientos muchachos entregados a la estéril pasión de odiar a España han cogido su símbolo más vivo y, simbólicamente, lo han convertido en nada. ¿En aras de qué patria, qué libertad, qué culto, en aras de qué sueño o de qué mito, han dictado sentencia y han alzado la pira? Corren tiempos de gente peligrosa. Gente que quiere ver arder el mundo. Gente de pocas luces que si juega con fuego, es quizás porque nunca supo hacer otra cosa.