Los loros

Los loros

Para multiplicarme el verano, me he traído a la playa un libro de cuentos de Gerald Durrell que acaba con uno titulado “Un loro para el párroco”. El protagonista – o sea, el loro – se llama Moisés y suelta por esa boca unos tacos tremendos y unas no menos tremendas obscenidades. Al portero del Claridge’s le mienta a la madre que lo parió en un arroyo, y va sembrando, por donde pasa, ese tipo de situaciones que definiríamos, británicamente, como ligeramente embarazosas. A veces pienso que basta un loro para acabar con una civilización. 

A cuenta de este cuento, me he estado acordando de otro loro, el del antiguo «Arriba» de la calle Larra, que llamaba cabrones a los redactores. El periódico lo tenía en nómina. Cuando sonaba el teléfono, el loro advertía “no cogedlo, que es una noticia”, y constataba, cuando repicaban los teletipos, “coño, más material”. Le gustaba instalarse en el carro de la máquina de escribir de mi padre – que iba a toda pastilla – y acertar con el brinco para volver al punto de partida. Los vecinos de enfrente se compraron una lorita y el pobre bicho quiso visitarla, y se estampó contra una claraboya.

En un hostal de Ibiza, sigo el telediario sin sonido. Asoma Pepe Blanco y ya sé lo que dice, casi sin escucharlo. También sé lo que yo contestaría. A mi hija le regalan un loro de papel en el paseo. El sol, el mar, la noche brillan tan misteriosos como siempre, pero no hallo una sola palabra renacida. La gente habla de crisis, pero sigue tirando. Y no sé por que pienso, de repente, en los loros. En los que van hilando palabras sin sentido, en los que ven el mundo de una sola manera, y en los que por amor salen volando y se dejan las plumas en una cristalera.


Laura Campmany