He leído últimamente varios libros escritos por autoras musulmanas. Creyentes – afirman ellas -, pero críticas con la interpretación que sus países, gobernados por y para el hombre, imponen del Islam. No sé si hará falta precisar que se trata de mujeres rebeldes, a veces perseguidas. Porque si no fuera así, no habrían tenido ni la necesidad ni el valor de protestar. No acostumbran, los que aceptan la vida como viene, a mancharse las plumas de esperanza.
Gracias a la levedad del papel, he conocido historias de “púberes canéforas” casadas a la fuerza con ancianos lascivos. De adolescentes obligadas a abandonar su hogar para instalarse en otro donde han de compartir hasta el marido. O de madres separadas de sus hijos y devueltas, con rechazo y desprecio, a la casa paterna. O de jóvenes apaleadas por sus propios hermanos, cuando no lapidadas por sus piadosos vecinos, en nombre del honor o del decoro. He leído, como ustedes, testimonios escalofriantes del «sí de las niñas».
Se ha abierto en España un debate sobre ese pañuelo inflexible con el que ya empezamos a familiarizarnos: el polémico “hijab”. Para que no se note que nos produce un cierto desasosiego, hemos decidido equipararlo a los símbolos de nuestra propia religión. Quizás debiéramos incluir a la nada, tan militante. Esa renuncia a todo distintivo con que algunos hacen, y están en su derecho, profesión de escepticismo o descreimiento. Pero juraría que el velo es otra cosa, por profuso y apenas transparente. Y sospecho también que no se elige. Y que por dignamente que se lleve, cruje bajo sus pliegues una rosa cortada.