La belleza, ya saben, es algo puramente convencional. Desde los sonrosados racimos con que el maestro Rubens adornara la popa de sus musas a la espiral de bronce de las mujeres jirafa, pasando por los polvos de arroz de nuestras bisabuelas, todo es artificio, invención, sugestión, moda, canon. Ya dijo Umbral, y me imagino que alguien más, que sobre gustos hay mucho escrito, y es que en materia tan grave cada civilización ha discurrido por su propia alianza: en tiempos de pobreza, la gordura es hermosa, y ocurre lo contrario en tiempos de bonanza.
En la Europa de hoy día, el ideal se nutre en lo perverso. Entre la realidad y el espejismo, sólo media una enclenque pasarela. Al menos en España ya es un hecho probado: la mujer filiforme sólo existe en un sueño de androgenia, o en un cesto ficticio de manzanas. El problema es, quizás, el improbable amor de quien nos viste, o la arbitrariedad de su dictado. Ahora que ya tenemos morfotipos, a ver si los modistos dan la talla. Lamento defraudarles, pero no somos ángeles, escobas o suspiros, sino “diábolos”, “cilindros” y “campanas”.
Creo que tienen derecho, las mujeres, a su propio contorno de pecho y de cadera. A mirarse la sombra sin buscar la silueta de un efebo. A la satisfacción de su estructura. Al erotismo de su exuberancia, a su regazo fértil, creciente y verdadero, a su carne redonda y generosa. Y a ser Eva, no Adán. Son muchas, demasiadas, las jóvenes heridas de esa autodestrucción que es la flaqueza. Quieren ser tan perfectas como lo que no existe. Como lo que se fuerza, se inhibe, se entumece. Como algo que por no ocupar espacio, por no ofender al mundo, se consume. Y, pidiendo perdón, desaparece.