La banda

La banda

Son una banda, y no precisamente la del patio. Nacieron como una teoría, absorbieron símbolos y mitos, inundaron de poesía radical las antologías de la transición y sembraron de minas los alcorques de nuestra tierna y joven democracia. Eran chicos de fuego, frugales y adiestrados. Parecían llamados, con sus ritos de sangre, a la celebración o al sacrificio. Mucha gente de bien los toleraba (sus heridos de muerte “fallecían”) y hubo una izquierda que les hizo el juego. 

ETA nos daba un miedo visceral y viscoso porque atacaba en nombre de una idea, como los tiburones o las águilas. Su amenaza era cruel y justiciera. Si alguna de sus balas te alcanzaba, era porque quizás la merecías. Nadie se sublevaba. Mientras las “bajas” fueran guardias civiles, sus restos se enterraban de puntillas al calor de una tímida repulsa y no había ni una triste, pura y valiente lágrima. Qué sumisión al más siniestro alarde. Cuantas palabras huecas, cuánta actitud ambigua, qué tiempo tan estúpido y cobarde. 

Ahora que ya sabemos – cincuenta años después de sospecharlo – que son unos vulgares malhechores, gente de serie B, una mafia cautiva de su propio negocio (tráfico de dolor y funerales), quizás podamos acabar con ellos y conseguir que vayan a la cárcel sin pasar por ningún telediario. Ya no infunden terror, sino desprecio. Aún nos visten de luto cuando quieren, pero no de estupor e hipocresía. Sesenta y seis heridos y dos muertos en lo que lleva España de verano es una enormidad, pero una banda sólo es una banda: ahora es el turno de la policía.


Laura Campmany