Como lo que se lleva esta temporada para la precampaña electoral – así entre en coma el sector de la construcción o se hunda la bolsa – es tildar de alarmista, crispamañanas o pájaro de mal agüero a todo el que se atreva a predecir infortunios, voy a darme el gustazo de aconsejarle al señor Iceta que se sosiegue, que a lo mejor porque el Estado garantice la enseñanza del español en Cataluña no va a acabarse el mundo, ni a temblar los cimientos de Las Ramblas. El hombre está tan hecho a las inexorables inmersiones, que todo se le antoja ya un tsunami.
Lo que pasa es que en Cataluña, como en otras zonas bilingües de la nación, si se permite a los niños hablar en español en los recreos, van ellos, inocentes, y lo hablan; si se permite a los comerciantes rotular en español, resulta que unos cuantos lo prefieren; hay personas tan tontas que, si la opción existe, eligen la enseñanza en castellano. Quizás, absurdamente, prevén cambiar de puesto o de destino, y quieren que sus hijos tengan algún futuro. Y ocurre que también son ciudadanos. Y más concretamente, ciudadanos de España.
Un tsunami – ya saben – es como un latigazo. En la costa, al principio, el mar se retrotrae, para luego volver crecido y aumentado. Donde menos se nota es en el epicentro. Devolver su carácter de derecho a esa lengua que a todos garantiza justicia, libertad y entendimiento no tiene, de tsunami o maremoto, más que la relación efecto-causa. Después de muchos años de leyes arbitrarias, tan discriminatorias y ajenas a la vida que hasta se han sustentado en multas, delaciones y espionajes, quizás las cosas vuelvan a su sitio. Igual que hacen las aguas cuando acaba el tsunami.