2007

2007

No sé si me alegra o me entristece que pasen los años. Como todos llevan su carga de ceniza y amargura, amén de alguna dicha memorable, los veo caer en el saco que me noto a la espalda con un ruido de tierra seca y un leve tintineo. Cosas que uno ha perdido, cosas que uno ha ganado. ¡Qué poco se parecen a los sueños! Por muchas que sean las cerillas que hayamos encendido, los hombres siempre esperan del futuro esa chispa inefable capaz de darle al tiempo su sentido. Ese fuego que alumbra, igual que de repente se encienden las farolas, el camino completo de una vida.

Yo a 2006 le debo muchas cosas: las nieves y lecturas invernales, con su enero solemne y su febrero esquivo, los cerezos en flor de las aceras cuando marzo se toca de guirnaldas, un abril “murcianico” y nazareno, un mayo delicioso en Rascafría, un junio vagamente florentino, un julio familiar y muy salado, un agosto tan rojo como el fuego, un septiembre tristísimo y confuso que le echó su candado a la rutina, un octubre de madre y sangre mía, un noviembre voraz e innecesario y un diciembre que casi se termina. Le achaco algún achaque, y quiero agradecerle esta columna.

No querrá 2007 ser mejor que otros años. Sé que no me caerá la lotería. Pero lo mucho o poco que nos traiga será lo que tengamos. Voy a pedirle sólo que no huya. Que no sea traicionero, que discurra suave. Que me sirva los frutos de sus cuatro estaciones con una majestad de sinfonía. Que venga tan cargado de bautizos como pobre y desnudo de epitafios. A ver si barre ya todas las sombras y nos da una limosna de alegría. Que me traiga de China mi segundo milagro y me ayude a luchar por lo que creo… Y no me cabe aquí lo que deseo para los muros de la patria mía.


Laura Campmany