Nuestro presidente del Gobierno, por no confesarnos que hace tiempo que no pisa los ruedos, se ha atrevido a calcular lo que cuesta un cafelito y se ha sacado de la manga esos ochenta céntimos con que ya no te compras ni la nube de leche. No es de extrañar, en un país como el nuestro en el que cada cual pide el café a su manera, y el cómo te lo tomes te retrata, que quien manda lo abarate a su antojo. Se ve que por hache y por be estamos todos tan hartos del debate político, que el café del señor Zapatero ha sido la bomba de la semana.
El café, ustedes se habrán dado cuenta, se ha puesto de moda. No siempre el bueno, claro. Te apostas delante de la máquina, haces tu selección y puede pasar cualquier cosa: que te lancen una OPA más o menos hostil, que «quatre gats» te organicen un referéndum, que la nieve bloquee los caminos de la justicia, que un fiscal diga diego donde dijo digo, que llueva en Semana Santa, que Bermejo nos garantice la aplicación de la ley de partidos, y hasta que un caballero, con su sagrado pie nacionalista, te dé una coz impune en la entrepierna.
No me sorprende que esté causando furor esa serie, «Camera Café», en que ante un cafelito más o menos aguado se reúne la flor del paisanaje. Yo la sigo en diferido, y les confieso que me troncho. Tiene todos los tipos de la vida corriente, aunque falta, quizás, el progresista. Bueno, y el aborigen furibundo. Digamos que en esencia estamos todos: ingenuos, botarates, caraduras, inflexibles, hipócritas, medrosos… Ay, Papito, la gente de la calle. Los que suelen llevar en la cartera lo que cuesta un café, acaso porque saben que la Historia la termina escribiendo una escalera.