Como las buenas noticias escasean, hoy le tomo prestadas al periódico las dos que trajo ayer, y eso que sobre martes era trece. Las casi cuatrocientas personas que durante varias semanas han vivido hacinadas en un carguero de mala vida – que muy bien pudo ser de mala muerte – bajaban a puerto con su fiebre y su espanto, con su piel lacerada y su rostro abatido, con su todo perdido y su nada logrado, pero vivas. No es un final de cuento, pero te afloja el nudo en la garganta. Porque si hay un camino hacia el futuro, no estaba, desde luego, en ese barco.
Ese barco es la suma de todas las torpezas. No cabe más miseria, ni más injusticia, ni más dejadez, en tan pocos metros de eslora. Es el sumo fracaso en su estado más puro. La cara helada, oculta, del planeta que somos. Bastaría un país, un sembrado, una azada, un sol y cuatro nubes, para saciar el hambre. Bastaría una chispa de cordura, de generosidad o de decencia, para ponerle fin a esta hemorragia. Y cada cual, así, discurriría por su esfuerzo y su amor, por sus propios asuntos, como va la semilla de la mano a la tierra.
También es una escuálida aventura la de ese perro, Snowy, que en Barajas vagaba a la deriva. Llevaba once días perdido, burlando el pisotón de los aviones, bebiendo en un arroyo, buscándose el sustento, huyendo por pasillos subterráneos. Al fin lo han encontrado. Desde ayer, la T-4 ya no es sólo un zaguán inabarcable, con su armario de escombros. Ya no es sólo el frontón donde la ETA juega a romper sus treguas, sino el ancho escenario de una hazaña menuda que le ha dado un bocado a la esperanza. Es también un cachorro luchando por la vida, y no haciendo del hambre una oscura coartada.