Birmania

Birmania

Si la ONU al fin fuera como un dulce relámpago, o una madre eficaz y desvelada, hace tiempo que Birmania se habría llenado de cascos azules dispuestos a prestar socorro, a llevar una ayuda elemental y urgente a esos miles y miles de personas sobrevividas al ciclón Nargis – a las que su gobierno no se dignó informar, no fuera a ser que alguna se salvara -, que ahora vagan heridas, mutiladas, hambrientas, enfermas y sin sombra de remedio entre las ruinas de sus pobres chozas, entre las ruinas de su propia carne, entre las ruinas de su propia nada.

Ahora que hasta el infierno se resiste a ser una versión figurativa del tormento que aguarda a quien peca u ofende, sólo hay que darle un giro al mapamundi para caer en uno nada abstracto. Yo, para hacerme idea de una desolación tan próxima a la luz como el presente, he metido la mano en mi conciencia, he encontrado un dolor desorbitado, el más insoportable que recuerdo, y lo he multiplicado por ese lazo ciego con que el hombre dibuja el infinito. Y de esa operación sé que puedo y no puedo, porque quiero y no quiero, imaginarme el mudo resultado.

El cinismo es la infamia de este siglo naciente. Oigo que no hubo avisos, ni evacuación, ni alarma. Oigo que las ayudas debieron suspenderse, porque se las tragaban los caminos. Oigo que mientras tanto las urnas se llenaban de leves y amaestradas papeletas. Oigo que sin ayudas, terminarán los muertos cosechando otros muertos, como una indiferente e implacable guadaña. Y esto no lo he oído, pero sé que está escrito, que la desidia que ha hecho de Birmania un triste titular, el último esperpento, volverá a galopar en otros llanos. La estupidez la ponen los humanos. De todo lo demás, se encarga el viento.
Laura Campmany