Es rara la entrevista a Delibes que publicaba el lunes este periódico. Rara, curiosamente, en las distintas acepciones del término, y a un tiempo extraordinaria, escasa en su especie, insigne, ligeramente extravagante y hasta etérea, de puro inconsistente. No me refiero a las preguntas, sino a las respuestas. Leyéndolas, uno diría que para este escritor vallisoletano, que ya transita por su octava década, algunas aguas turbias se han vuelto transparentes, pero al ciprés la sombra se le ha multiplicado.
Le vemos, en la foto que ilustra el reportaje, trasladando a un bastón la mitad de su peso, y cargando un periódico en la mano. Viste sencillamente, con zapatos gastados y chaqueta tirante – más pendiente de un hilo que abrochada -, como quien se aburriera de verse en el espejo. Cuando se le interroga por cosas del ahora, De Juana, el terrorismo o la nueva enseñanza, contesta que «es posible», «sabe Dios» o «no creo». Pero afirma de pronto: «somos malos». Y opina que el lenguaje es un don de los pueblos, y que salvar la tierra depende de nosotros. Internet, nos confiesa, le parece el infierno.
Cuando uno va llegando al final del camino, si el intelecto ayuda, duda de muchas cosas. Delibes ya habrá visto las furias desatarse, y apaciguarse luego. Ya habrá visto a los hombres mudarse de camisa, y sacarse una rosa de la manga. Quizás lo ha dado todo y ya no espera mucho. Le van quedando, a cambio, unas cuantas certezas. La primera de todas, enterrar a los muertos. En ellas, los gobiernos son alondras que pasan, y los viejos comentan: pero qué calor hace. Delibes dice que eso sí le asusta. De España, sus rencores y otros fuegos, demasiado ha contado lo que sabe.