La rima

La rima

Como ya habrán ustedes observado, la rima, últimamente, no cotiza. Casi ningún poeta la utiliza, no sé si por vulgar o decadente. Ya nadie la cultiva o la procura, como si fuera sólo un continente que intoxicase la palabra pura, como el metal, el agua de la fuente. Si frecuentan ustedes el Parnaso de la llamada lírica moderna, no hallarán ni una triste redondilla, y ni el más leve rastro de un soneto. La razón de esta ausencia es muy sencilla. La rima, cuando aspira a ser eterna, enfrenta al escritor a un doble reto: llevar la lengua al borde del fracaso, y arrancarle hasta el último secreto.

Es cierto que la rima se convierte en un mero aderezo de la nada cuando es tan previsible o rebuscada, que menos perfecciona que pervierte. Para rima indigesta e importuna, la de ese personaje, el tal Boluda, del que mi padre habló jocosamente. Ése que se inventó la «boludina», ya saben, esa rima consistente en que una frase boba y campanuda se acompase con otra precedente aún más estrafalaria y anodina. Cuando la consonancia es de estraperlo, te aleja de Quevedo y de Cervantes. Pero la rima, a veces, sin saberlo, engendra asociaciones deslumbrantes.

De este mundo actual, que es un poema, se podría decir musicalmente que anda desconcertado y desafina. La estrofa avanza, pero no culmina, como presa de un íntimo dilema. Es como si los versos, liberados del canon que les sirve de atadura, buscaran en un cambio de estructura volverse a organizar en pareados. Nos gobierna, entretanto, la corriente. Quien devuelva a este mundo la armonía tendrá que saber algo de poesía, porque el futuro es casi un silogismo: resulta de rimar consigo mismo, tras fundir el pasado y el presente.
Laura Campmany