Al famoso guionista y escritor italiano Andrea Camilleri acaban de concederle el premio RBA de Novela Negra. Si son ustedes aficionados al género, conocerán sin duda al Commissario Montalbano, que es el personaje que más tarde que pronto le ha hecho célebre en medio mundo. Tiene este comisario un nombre tan a propósito como el de Salvo, un apellido inspirado en Vázquez Montalbán, que consiguió que su detective Carvalho dejara huella en la vieja Trinacria, y una entidad física y psicológica que recuerda a la de Maigret, capaz de devorar a su amo.
Lo que me fascina del tal Montalbano es su hambre de verdad, justicia y vida, y su pacto secreto con el alba. Igual que se derrite ante un pescado fresco, una «pasta n’casciata» o un plato de «arancini», jamás cede a chantajes o presiones, ni mide la importancia del delito por la talla del muerto o «catafero», ni se pliega a intereses mandarines. Todo lo que decide, piensa, dice, pregunta, planifica, desentraña o desvela es como un nuevo sol al que recibe siempre «pirsonalmente di pirsona», que diría el entrañable Catarella.
Las novelas de Camilleri están escritas en dialecto siciliano, y así es como hay que leerlas, si uno se atreve. Es la mejor manera de entenderlas. Porque lo que destilan pos sus cuatro costados, lo que rezuma el propio Montalbano, es un amor tan hondo por Sicilia, tan hecho de pasión y acatamiento, tan herido y crujiente, que es como un tul tejido con paciencia de araña, como un violín guardado en estuche de raso, como una pesadumbre guarnecida de encajes. El comisario, a veces, se topa con un muerto de otra guerra, y entonces cierra el caso. A diferencia de otros personajes.