He tenido esta noche un sueño extraño. Me encuentro en una estación de autobuses y nadie sabe decirme cuál de ellos conduce a mi destino. Me subo al primero que arranca. Pero, una vez en marcha, compruebo que el autobús, lejos de dirigirse a la ciudad, se interna por caminos cada vez más agrestes, cada vez más pequeños, cada vez más oscuros. Mis compañeros de viaje no protestan. De repente, el chófer se vuelve hacia los pasajeros y nos informa de que estamos llegando. Le pregunto que adónde, y él me contesta que a ninguna parte.
Leí una vez, en un libro de Sánchez Ferlosio, que el progreso, la concepción de la Historia como camino que avanza, es una invención humana. Nada nos garantiza que el presente sea mejor que el pasado, y quién sabe qué sorpresas nos reserva el futuro. Las guerras, las amenazas nucleares o el cambio climático pudieran no ser el precio que tenemos que pagar en nuestra incesante conquista de un mundo feliz. Pudieran ser el último regalo.
Yo de joven creía, con toda mi inocencia, que conocería tiempos mejores. Que el terrorismo se agotaría por falta de enemigos, que los países pobres prosperarían, que hallaríamos en el espacio lo que hemos derrochado en la Tierra y que, poco a poco, sin que nadie pudiera evitarlo, un siglo nuevo pondría fin a la injusticia. Que el hombre, en la era de los transplantes de corazón, dejaría de ser un lobo para el hombre. Descubro esta semana que Sadam Husein ha sido condenado a morir en la horca. Hay algo en el doblez de su mirada que me recuerda a cualquiera de nosotros. Cuando la soga acabe su trabajo, será escalofriante el parecido.