Últimamente, los seguidores de Zapatero le recuerdan, allá donde va, e incluso allá donde no va, que no está solo. A diferencia de Zerolo, Zapatero no rima con «solo», pero tampoco rima con «dimisión», que es lo que le corean, en un pareado tan pensado que ni siquiera se molesta en respetar la métrica, sus más fervientes detractores. Nuestro abucheado y aclamado presidente me recuerda cada vez más a los toreros, que siempre andan entre pitos y flautas porque, si no, esto no sería Celtiberia, sino Finlandia, pongo por caso, y hasta ahí podíamos llegar.
Quienes le exigen a Zapatero que dimita no hacen sino recordarle la obviedad de que no es la persona que crea, o alienta, o acrecienta un problema la más indicada para resolverlo. Por mucha tristeza que le ensombrezca hoy la cara, algunos no olvidamos que hubo mesas espurias, acuerdos secretos, ilegalizaciones salomónicas, absoluciones grotescas, hombres de paz, omisiones infames, accidentes muy raros y mucha, demasiada manga ancha. ¿Cómo era el verso? «De tizne y albayalde hay en mi rostro cuanto conviene a una doliente farsa».
Y lo que le piden a Zapatero sus fieles secuaces es que no se les vaya. Que no les dimita, que no les deje, que no arroje a las urnas la toalla. Porque piensan votarle por encima de todo, haya tregua y sin tregua, con o sin fundamento, con memoria o sin ella, con estado, en estado y sin estado, quizás porque en sus ojos siguen viendo lo muy prometedor de un cheque en blanco. En toda esta deriva hacia el caos o la nada, se ve que Zapatero no está solo. Hombre, bueno es saberlo, pero en verdad no es cosa que me extrañe. A ningún dirigente desnortado le ha faltado jamás quien le acompañe.