Este muchacho, Nadal, es un rompecorazones. Ya se ha llevado el Garros al huerto en cuatro ocasiones, y aunque Wimbledon, so far, le ha dicho siempre que nones – al modo de doña Inés antes que al de Maritornes –, no ha tenido más remedio que rendirse a sus amores. De este chico de Mallorca que juega hasta por la noche, que está en todas las finales y cierra todos los Open, pensamos sus seguidoras, y acaso sus seguidores, que hay que ver cómo las saca, hay que ver cómo las coge, hay que ver cómo las mete y hay que ver cómo las pone (dicho sea, naturalmente, sin segundas intenciones).
Ha declarado Nadal, y que Dios se lo perdone, que tiene, para jugar, distintas motivaciones, como honrar a su país y a todos los españoles, poniendo nuestra bandera donde se vean sus colores, y nuestra Marcha Real, donde se oigan sus acordes. Que lo sienta es natural, y no me extraña, señores, pero decirlo en voz alta requiere un par de bemoles. A los que añade, parece, otros muchísimos dones. Se mezcla con los atletas, sonríe a sus admiradores, se conforma con el rancho y comparte instalaciones. Ni una salida de tono. Ni un capricho, ni un reproche. Ni una palabra de menos, ni una palabra que sobre.
Quienes quieran envidiarle, y no nos faltan razones, que no le envidien la fama, la salud o los millones, sino el modo en que convierte en oro sus ilusiones. Al fin que copas y triunfos – aunque sean triunfos mayores – se mezclan en la baraja con espadas y bastones. Lo envidiable de Nadal, el mayor de sus valores, es que teniendo talento, y siendo el chico tan joven, en la tierra de la vida y en la hierba del deporte, sabe luchar como un héroe sin olvidar que es un hombre.