Es linda, la zagala. Toda vestida de blanco, erguida y circunspecta, empieza a parecerse a su primer retrato. Se parece, también, a una página nueva, a una estirpe distinta, a un bautizo de fuego, a un frufrú de faldones, a un perfume de nardos, o a esa mujer entera que tal día – quizás recordaremos haber sido testigos – fue con sólo un añito una niña posando, buscando una difícil compostura, obligándose a la dignidad y al misterio, mirando muy de frente a la cámara. O a la Historia.
Es graciosa, la chiquilla. Ya en la espontaneidad de los jardines, tan rubia como una medalla, se le abren la sonrisa y la vida hacia unos padres que la miran como si de ella dependiera la verdad de este cuento, hacia una luz que no sabe ni de embarcos ni de contiendas, ni de renuncias ni de servicios, ni de monarquías ni de repúblicas. Hacia un futuro que es el suyo y el nuestro. Hacia el abismo, todavía alegre, de sus propias transiciones.
Si otros proyectos no lo impiden, mientras no se rompan las aguas, mientras siga pudiendo la ternura colmar todos los rictus del vacío, y cada cual entienda sus papeles, Leonor tendrá su número romano. Irá perdiendo brillo su mirada, y frescura, su risa. Tendrá que desprenderse de los lazos, pero a cambio tendremos una reina. No sé qué hadas se asomaron a su cuna de estrellas, ni qué sueños le estarán destinados, ni qué husos florecerán al hilo de sus dedos. Pero hermosa, es hermosa. Digas tú, españolito, “que las armas vestías, si el caballo o las armas o la guerra es tan bella”.