Si se pasearan ustedes estos días por Bruselas, verían muchas banderas colgando en los balcones. Es la respuesta de los bruselenses al vacío de gobierno y al riesgo de secesión por los que atraviesa el país. Son pacíficos símbolos expuestos a la lluvia y la intemperie de este otoño quebrado de sirenas. Son telas tan escuetas como una voz de alarma. Yo he estado, estoy a punto de adornar mi balcón con una de ellas. Llevo ya veinte años viviendo entre los belgas y un poco de cariño sí les tengo. Los prefiero industriosos y avenidos. Ya ven: mi patriotismo no es de una sola patria.
Si viviera en España, ayer habría colgado, donde pudiera verse, mi bandera. La que tiene una historia más larga que una vida, más honda que una guerra, más recia que una gualda, más valiente que el odio o la vergüenza; la oficial, la común, la acogedora, la reconciliadora y solidaria. Porque sólo faltaba que allí donde cualquiera puede alzar como un arma su propia banderita, los muchos que aún creemos en un mundo de todos, y amamos la nación que nos abarca, no podamos sacar una bandera a que el aire la limpie de amenazas.
Gracias a Zapatero, tenemos que decirnos quiénes somos. Antes de su mandato, ni falta nos hacía. Éramos, somos muchos los que llevamos dentro la bandera como se llevan dentro los pulmones, la lengua, el corazón, la rebeldía, o esa dulce canción de nuestra infancia. Nunca, en toda mi vida, he tocado, o besado, nuestra vieja bandera. Nunca le he atado lazos o crespones. Nunca me la he pintado en las mejillas. Nunca le he dado nada que no fuera un silencio pudoroso. Pero ahora me parece que ha llegado el momento de buscarle un lugar en los balcones.