Luciano Pavarotti era el vivo retrato de la felicidad. Su abultada cintura embutida en un frac, que le daba un aspecto de cometa, su risa contagiosa rompiéndole la barba, sus manos de Nabuco, su mirada, entre incrédula y golosa, ese enorme fular que le envolvía, su voz atronadora, centrífuga, aerostática, todo en él era timbre, juego, salto. Amarle era tan fácil como mimar a un niño. Su pelambre era de ésas que se te echan la siesta en el regazo. Ayer, por toda Italia, desde la crespa chioma hasta la punta, las ventanas cantaban «Vinceró».
Sería tan hermoso que, con las alas frescas y la luna quebrada, nos diéramos los hombres una cita en el eco. En ese cementerio de voces afinadas donde flota, sagrada, la armonía, y donde ya sin cuerdas se congregan, como una pluma al viento, los sauces más llorones, los temblores más dulces, las místicas coronas, la juventud en flor. Porque estamos de luto, pero de un luto blanco, y algún día se sabrá que el universo es un CD poblado de tenores, que rasguen sus violines las estrellas, que vibre el corazón del violonchelo, que no caiga el telón, que en estos funerales «nessun dorma».
Pavarotti era tutto Pavarotti y, como buen pagano, ingenuo y libertino. Siempre he sabido que era inagotable, y de puro redondo, indestructible. Si me meto en su carne, él también lo sabía. Con su propio talento, con su vida y su masa, hizo todos los panes que le enseñó su padre. Lo imagino en el último minuto, diciéndose otra vez que vencería. El jueves, creo que fue de madrugada, le visitó la muerte para la última prueba. Pero, nada, señores, no hubo modo. Porque a algunas personas, la muerte, tan delgada, se les queda ridícula y pequeña.