Me he venido hasta Cádiz para escurrirme al sol y pintar una luna en mi ventana. Como una sopa azul y deslumbrante, se riza y se desliza, juega el mar en su plato. Aún hay restos de brumas y bengalas en la ceja enarcada del paseo, y al fondo, muy al fondo, entre las comisuras de la brisa, se fruncen las casitas de colores, la cúpula dorada, y se alza una ciudad tan tierna y viva, que casi es una luz, de puro blanca. Se da cita en la playa la espuma de las olas. Es un oro fundido la marina, y una vela le sirve al horizonte mi corazón en una cartulina.
En la Plaza de España, la libertad recuerda que tuvo aquí su cuna, su musgo, su cimiento. Nombres que fueron hombres. A tres pasos del cielo y a dos de la Alameda, siguen ellos, hoy mármol, librando su batalla. Muy pronto hará dos siglos de aquel “viva la Pepa” que pudo haber cambiado el color de las rosas y salvado a esta patria de tantos laberintos. Con sus dulces jardines tropicales, su adusto baluarte, su arquitectura estrecha y rumorosa donde ya tiene calle Antonio Burgos, y plaza la verdad y el mentidero, Cádiz es una taza que rebosa.
Ya le he dicho al Vitorio que estoy enamorada de esta ciudad lejana, suspendida de un puente. Ya le he dicho a mi voz que no se muera lejos de esta vibrante caracola. Que yo quiero quebrarme como, bajo el levante, las palmeras, y ponerme color de caramelo, y ver cómo se mecen, sobre un mástil erguido, las gaviotas, y enjuagarme los ojos, que los tengo cansados, en el agua de Cádiz, y en su boca. Si mi alma fuera libre como el cuplé del viento, yo sé que se vendría desde cualquier orilla del planeta a bañarse desnuda en la Caleta y a cruzar sin retorno la Bahía.