Mi padre, como buen periodista, sabía perfectamente que en cuanto daba con la primera y la última frase de un artículo, ya tenía levantada la columna. Todo en la vida es cúpula y cimiento. Con esos materiales, le bastaba sentarse ante un teclado y llevar con sus dedos al lector impaciente desde la inmediatez de un sustantivo hasta la conclusión más deslumbrante. Eso no le costaba demasiado. A veces era el tema lo que se le negaba, y entonces le escuchabas preguntarle a mi madre “nena, y hoy ¿de qué escribo?”.
Al final, cada tarde demostraba ser capaz de escribir de cualquier cosa: lo mismo de Papini que del joven Picasso, y lo mismo del gótico florido que de los Rinconetes que pueblan las Batuecas, o de los cafelitos de “Mienmano”, o de ésta nuestra enclenque democracia, sin cerrarle una puerta al diccionario, sin ponerle fronteras a la espuma, sin faltar a su cita cotidiana con la sinceridad y la ironía. Y así hasta aquella noche de aquel día en que su ángel azul abrió las alas y se llevó a mi padre de la mano. Él no quiso marcharse sin su pluma.
Mi padre no le tuvo miedo a nada. Jugaba a imaginar su propia muerte, como en los versos tristes y borrosos que dejó en un pregón para el olvido y hoy les traigo en su cuarto aniversario. Los debió de escribir siendo muy joven y los leyó en el Cante de las Minas. “Te escribiré una minera/ que la canten en la Unión/ el día que yo me muera: Se agotó mi corazón/ como una mina cualquiera”. Y fue verdad, y no es del todo cierto. Porque cuatro años hace que no vive, pero es su corazón el que no ha muerto.