Maneras de volar

Maneras de volar

Estoy en la T-4, en la cola de facturación. El Vitorio, nuestra hija y servidora regresamos a Bruselas desde Madrid, después de una semana erizada de pugnas y sondeos, excursiones frustradas a la sierra, imposibles visitas a la Feria del Libro y un tiempo como roto por el agua. En medio de la cola, alguien ha abandonado un equipaje. Dos maletas, un bulto y un sombrero tejano. Se lo decimos a una empleada del aeropuerto, que avisa por el «walky-talky». Y mientras nadie llega, pasa una media hora. Y mientras nadie acude, simplemente avanzamos.

Ahí sigue el equipaje sospechoso. Hay algo indiferente y ominoso, algo torpe y terriblemente idiota, en esta frágil cuerda que sé que me separa de eso que algunos llaman imprevisto. Ahí está, como un barco a la deriva, como un virus latente o un volcán apacible, o como un violador excarcelado, o como un pueblo alzado en el cauce de un río. Puede ser o no ser un artefacto. Tiene, en contra de serlo, que por suerte no explota. Y mientras sólo acecha, todo el mundo lo esquiva. Todo el mundo lo mira de soslayo.

Si España fuera Suiza, quizás lo entendería. Porque allí no acostumbran a estallar las maletas. Pero nosotros, con Al Qaida y ETA jugando holgadamente a las masacres, deberíamos pecar de precavidos. A lo mejor creemos que el don del fatalismo y el arte de ver humo y quedarse mirando, lejos de fabricar nuestra miseria, son nuestros aliados. Sana y salva en Bruselas, de nuevo en mi buhardilla, aún me aturde una hipótesis de gritos. Porque si hoy os lo cuento es que no pasó nada, pero algunos pudimos ayer haber volado. En dirección al Cielo o al Infierno, pero españolamente muertecitos.


Laura Campmany