Mañana es Nochebuena. Pasarán cosas raras. Y dará igual que el cielo amanezca sutil y despejado, con un ojo amarillo en medio de la frente, que cubierto y lloroso. Todo el mundo andará precipitado, espumando los caldos de gallina, o alumbrando los árboles oscuros, o haciéndole al belén una cascada, o echándole salero a un villancico, o agarrando una buena papalina, o partiendo los últimos turrones, o añorando otros tiempos más dichosos, o estrenando la vida, ese par de zapatos.
El amor, estos días, es como un caramelo. Dulce como la guinda de las tartas, terso como un crujir de celofanes, húmedo y tercamente empalagoso. Empiezas a lamerlo y no puedes pararte. Uno se siente, a su pesar, más tierno. Uno se echa un traguito de esperanza. Cuando avanza la tarde con su traje escotado, siempre baja del Norte una bruma esponjosa, y entonces, de improviso, la ciudad se vacía. ¿No han notado el silencio? Aterrizan los verbos en la nieve. El agua de las fuentes parpadea. Titilan las farolas y el aire, suspendido, toma un color de leche azucarada.
Ocurre en Nochebuena que el tiempo se detiene. Por más ruido que hagamos, hay algo que no gira. Como si diera un poco de vergüenza no poner las dos manos en el fuego. Como si uno tuviera que sentarse a escuchar las campanas de la luna. Como si de verdad, por unas horas, pudieran un millón de corazones palpitar con un único latido, y sólo en lo perfecto de la noche fueran los hombres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, dignos o canallas, personajes en busca de sentido. Unos lo hacen por dentro y otros lo hacen por fuera, ¿pero quién no ha intentado, cuando suenan las doce, ver al Dios de los hombres en el Niño nacido?