Quiero felicitar a Mingote, aunque sea con retraso. Y aunque tanta tardanza, en este caso – a algunas ceremonias es casi de buen gusto llegar tarde -, tenga poco que ver con la elegancia, y sí con el despiste, con el amor sentado, con mi propia batalla, que él conoce, y con este reloj desajustado. Él ya sabe que yo lo quiero mucho, me dejo acompañar por su hombre solo, calibro mi opinión en su balanza, sonrío cada mañana por sus ojos y, cuando oigo su nombre, enderezo mis cuadros. Y que siempre ha mediado entre nosotros esa vieja palabra que le gusta. Está en el diccionario: la acercanza.
Diría de él maravillas, pero él es el experto en echar flores. Se le dan como a nadie los piropos. Y tengo la absoluta certidumbre de que si algo a estas horas le sorprende es que la gente, toda, le agasaje y le admire, cuando es a todas luces tan sencillo ser bueno y generoso, reflexivo, elocuente, profundo, claro, leve, ingenioso, modesto, insumiso, oportuno, perspicaz, despistado, valiente, justo, noble y compasivo (¡qué cosa tan sin mérito ninguno!) si uno es sencillamente como debe. Cuando uno es bien nacido y se llama Mingote.
Tantos años viviendo y dando cuenta, poniéndole a este mundo un estrambote, tantos años de sumas y preguntas, de burlas y esperanzas, de lienzos y abanicos, y él siempre en la verdad y en la vanguardia, siempre con un relámpago en la boca, siempre al pie de un cañón de monigotes, siempre en la eternidad del día a día. Como sabe amueblar cada segundo, me hará un hueco en su dulce aniversario. Y me va a permitir, con su clemencia, que yo también me sume al homenaje. Él niega ser un genio y en eso se equivoca. Hombre, si no lo fueras, se sabría.