Acabo de descubrir que esos tíos, los de la causa abertzale, tienen algo más que una berza en el corazón. No se les descompone el gesto cuando se cruzan, en las portadas o en los portales, con un charquito de sangre. No se les escapa una lágrima por un cadáver fulminante o por una viuda extemporánea. No lamentan ni el humo, ni el dolor, ni el espanto. No condenan el tiro o la emboscada. Pero luego resulta que, como el tal Pernando, tienen su lado flaco, y hasta de vez en cuando se enternecen y adornan las paredes de sus casas con un cuadro bordado del hacha y la serpiente. El terror convertido en filigrana.
A mí el detalle me recuerda a esas matronas de la Revolución Francesa que se llevaban el “crochet” a las ejecuciones. La de ajuares que entonces se tejieron a la sombra de las cabezas cortadas. Y como el aspecto del tal Pernando no parece, en principio, compatible con una actividad muy delicada, yo más bien me imagino a una nekane sentada junto al fuego y eligiendo los hilos, dejándose los ojos en la labor menuda, y quizás suspirando. Y entregando al soldado, al hermano, al amigo, en lugar de un tapete de ganchillo, el emblema de un sueño envenenado.
Tiene algo de tragicómico, de neoalmodovariano, de Celtiberia Show, de familia de Pascual Duarte, de perversa inocencia, de folklore de cabras, de danza del fuego, de burro muerto de Buñuel sobre un piano y de la sempiterna España negra ese paño pequeño y amoroso, bordado en “petit point”, planchado y enmarcado, con que el asesinato y la locura se vuelven entrañables y baratos. Pudo, quien lo bordó, alguna vez pincharse el dedo con la aguja. Y al chuparse la gota de sangre derramada, entender que la muerte se dibuja.