¿Por qué será que todo en la vida avanza y retrocede, igual que las parejas en un baile romántico? Llegan años de azúcar y bonanza, la gente se ilusiona, prospera, planifica, invierte, compra, arregla, modifica, y esa fiebre dorada se contagia a otra gente. Y de pronto, con o sin previo aviso, sube el petróleo y todo se dispara. Sobran los invitados, pesan las hipotecas, se racionan los lujos y placeres, y hasta el gazpacho más indiferente empieza a prescindir de algún tomate. Como al menos sí llueve, lo único que se venden son paraguas.
Una de las mayores injusticias de nuestra moderna sociedad es que las crisis no afectan por igual a tirios y troyanos. Cuando el crudo estornuda, el catarro lo sufre el pueblo llano, en quien los productores, prestamistas, constructores, comercios, transportistas, repercuten, entero, el sacrificio. Porque sólo el que no tiene dinero no puede decidir cómo lo gasta. Los ricos, simplemente, blindan sus efectivos, congelan sus acciones, cierran muy bien la puerta, y esperan a que escampe. En una crisis, siempre son los pobres los que sacan sus casas a subasta.
Pero ya ha dicho Zapatero que nos consolemos, porque en Europa están peor. Yo, que vivo en «Europa», no acabo de encontrarle la aguja a esa balanza. Con sueldos más alegres y una tasa de paro inconsistente, se mira la inflación de otra manera. Aquí la gente tiene colchones en el banco, y no vive de cuentos o burbujas. Aquí no se construye en el desierto. Claro que aquí la gente ignora que un problema se arregla con decir «no pasa nada». Aquí, me temo, nadie entendería la gracia de llamar, a lo que empieza a ser una agonía, «desaceleración acelerada».