Campmany escribió cientos, cientos de pajaritas. Se las sacaba, frescas, del tintero, con su ingenio de niño espabilado, de chiquillo travieso que buscaba comida subiéndose a los trenes milicianos, jugando a las canicas o al amor prematuro, comerciando con hebras de tabaco… Un niño de la guerra cuidando de su madre y haciendo que la anciana doña Laura, su amada bisabuela impertinente, le perdonara todas las diabluras, ese andar por la vida y los tejados, a base de aprenderse de memoria los poemas de Selgas, el poeta romántico.
Mi padre se inventó las pajaritas como quien dobla un mundo almidonado, como quien lo desnuda o aquilata, como quien lo traspasa sin mancharlo, pero las hizo tiernas y jugosas, pero a veces las hizo como dardos, para que se clavaran en el tiempo, para que se olvidaran de su amo, o para que alumbraran con las luces de esa especie de críptico embarazo un alfiler de gancho o de corbata, un estoque de acero bien templado, o una ilusión de anillos y pañuelos, o un periodismo postunamuniano, o una música propia que entendieran los pocos que en el mundo han sido sabios.
Fabricaré por ti una pajarita. Para ti, que hoy te fuiste hace dos años. Como no sabré hacerla con palabras, la haré con un papel y con las manos. Le pintaré dos ojos diminutos, la dejaré en la mesa del despacho, y no podré llevártela al futuro, pero ella irá a buscarte hasta el pasado. El que se endureció como una piedra en cuanto tú dejaste de mirarlo. El que enhebra los hilos del silencio y aún nos encarga rosas y trabajos. Ése que se ha quedado entre nosotros, avivando recuerdos y flotando. Trece de junio, y en lo azul del cielo, el infinito estruendo de los pájaros.