Desde que vivo en el extranjero, tengo la mala costumbre de aprovechar mis vacaciones en España para darle un repaso a la programación televisiva, que es una forma como otra cualquiera de destapar el puchero y ver lo que se cuece por estas fondas: cómo dan las noticias las múltiples cadenas, o en qué nueva aventura balbucean los Serrano, o qué hizo quién la última semana, o cómo se pelean, sin importar la edad, los matrimonios, o qué opina el sobrino tonto de Buenafuente, o en qué hito de la Historia, y en qué canción protesta, andará yuxtapuesto algún Alcántara.
Me llama la atención ese concurso, Identity, en que a partir de un dato, un gesto y una imagen tienen los concursantes que descubrir a una mujer o a un hombre. Corrió una maratón, o fue modelo en Zambia, o colecciona pares de zapatos, o llegó hasta Pekín en bicicleta, o ha donado un riñón… Lo intento desde casa y no doy una. De este curioso, original programa, dos cosas me sorprenden: el índice de acierto en la averiguación de identidades, y lo varia, creativa, tenaz e imprevisible que puede, quiere y sabe ser la gente.
Les confieso que yo, quizás intoxicada por ese juego sucio en que se ha convertido nuestra descarrilada democracia, ya sólo reconozco a los políticos. Antes de que cualquiera abra la boca, ya sólo con mirarle el rizo o la gomina, el traje, la pupila, la sonrisa o la barba, ya sé qué va a decirme. Sé si llega con ira y con agravios, o con benevolencia de cacique o valido, o si viene de espaldas, de perfil o de frente. A veces me pregunto si no son, en el fondo, intercambiables. Y si fuera de todo lo que dicen, prometen, interpretan, exhiben o recaudan, tienen identidad. O tan siquiera “identity”.