Hablaba Rilke, creo que en sus «Cartas a un joven poeta», de un Dios futuro, todavía por hacer, que es en lo que andan ahora metidos los científicos del CERN con su Gran Colisionador de Hadrones, que busca, como ustedes saben, la partícula divina, ese «bosón de Higgs» que suena a flor en ciernes, a botón primigenio, a semilla del cosmos, a embrión de lo alumbrable y lo alumbrado. Si lo encuentran, si existe, será un lugar, por no decir un tiempo, distinto al que nosotros conocemos, capaz de alzar un mundo por sí solo, contenedor de todas las esencias, feroz como un minúsculo tornado, demoledor como un cañón de estrellas, profundo como un arca inexpugnable, cenital como un rayo de sol en Machu Picchu, lleno de laberintos, igual que una pirámide, insolente y terrible como un pequeño aleph premeditado.
El experimento, quizás el más osado que hayamos conocido, podría tener, como efecto colateral, la creación espontánea de pequeños agujeros negros, ya saben, esa especie de aspiradores galácticos que se lo tragan todo con su boca masiva. Ríanse ustedes, pero yo hace dos noches que no duermo. Pienso, naturalmente, que no pasará nada, pero ya el hecho mismo de que pueda el hombre generar algo tan hosco, contrario a la materia, rival de la energía, una especie de oscuro antiuniverso, no sé si me horroriza o me apasiona. Si alcanzaran su meta los ensayos, tendríamos en las manos el principio y el fin del universo. La primera cosecha y el último bocado. Y a lo mejor me pasa como a ustedes. Que no quiero saber lo que ya sospechaba. Que este mundo no es más que una trompeta. Que llegará la noche de los tiempos. Y sí que en el principio fue la nada.