Ya sabemos, porque nos lo cuenta Pablo Tusset en su famosa novela, que lo mejor que le puede pasar a un cruasán es que lo unten con mantequilla. La mantequilla, además de un pecado sigiloso, es el mito de todas las posguerras, y casi el argumento de una película. Pero unida al hojaldre, chorreando en sus pliegues amarillos, sabe a vaca preñada y a gotero de luna, a premio maternal a la arrogancia, a mito trasnochado, a zumo fermentado de grosella, a merienda de púberes violentos.
Ya sabemos, porque para oír un río basta con escucharlo, que lo mejor que le puede pasar a Zapatero es que la ETA, por el agujero de la capucha, pronuncie con desdén el fin de la violencia. Que le haga a este gobierno un dulce boca a boca. Que le engrase la miga, que le unte las alas, transformando sus bombas en leves papeletas. Así la paz famosa tendría más sustancia, justificando todo el negociado. Así cualquier atisbo de «no es esto, no es esto» sonaría a funesto pesimismo, a ideal invertido, a turbia voluntad de aguar la fiesta, a sangre, pero mala.
Y ya sabemos, porque salta a los ojos, que lo mejor que le puede pasar a la ETA es que Zapatero siga gobernando: allanando caminos, desbrozando malezas, salvando precipicios con su puente colgante. Enfrentándose él solo, o sólo con el verbo de sus amigos blancos, a la España cañí. Desoyendo los más serios reproches. Tachando a sus rivales, o críticos a secas, de locos o confusos. Haciéndonos, a un pueblo, luz de gas. Y a nosotros, vulgares ciudadanos, lo mejor que nos puede pasar es que Zapatero pase pronto a la Historia. Como un grave accidente, o ese cruasán que pudo aniquilarnos.