Tony Blair se va del número 10 de Downing Street, donde se instaló hace ahora una década. Se va con el pelo entrecano, Guillermo hecho un hombre, la libra muy alta, Europa más british, Irak por los suelos, Diana en el recuerdo, Washington en deuda, Francia de aliada, y, para despedirse con un buen do de pecho, un Ulster que por fin se da la mano. Se retira entre aplausos y silbidos el hombre que sabía lo que se piensa arriba y llevaba «nel cuore» lo que se siente abajo.
En Inglaterra, mentir es el peor de los delitos. Una inocente trola ante los jueces puede salirte por un ojo de la cara. Y la mentira, nada inofensiva, de las famosas armas de destrucción masiva le va a costar a Blair el último mandato. Pero observen ustedes que nadie le echa en cara ni un cadáver. Que nadie le reprocha que prestara su ayuda a un país aliado. Que en la pérfida Albión todo el mundo comprende que si muere en servicio un soldado británico, ha servido a su patria. Y que el miedo es de locos. Y que no puede un pueblo echarle a su Gobierno la culpa de lo que hacen los fanáticos.
Si en España no fuese la mentira, casi tanto como la picaresca, todo un género literario, deberíamos asombrarnos de los paralelismos que se han venido haciendo en las últimas horas entre el País Vasco y el Ulster. Y del cinismo de los que desean, y así lo manifiestan, ver sentarse a la mesa de la entente por un lado a la ETA y por otro al PP, para que dialoguen, se rían y firmen las paces. Puede que no recuerden que el PP no es un bando. O se hayan olvidado de que aún es un partido. Y de que nuestra paz es una cosa que a base de poner la paciencia y los muertos, todos llevamos años intentando.