Parece que el divorcio exprés está causando furor en España y, por cada pareja que se une, hay al menos otra que se devuelve las cartas. Del matrimonio, que tiene no pocos detractores, ya dijo Alejandro Dumas que es «una cadena tan pesada, que para cargarla hacen falta dos y, a menudo, tres.» En opinión de Montaigne, «el mejor matrimonio sería aquél que reuniese a una mujer ciega con un marido sordo», y otro cínico ilustre, el ingenioso Oscar Wilde, que yo creo que no tuvo tiempo en vida para inventarse tantas «boutades» como se le atribuyen, sentenció que «la mejor base para un matrimonio feliz es la mutua incomprensión». En cambio Groucho Marx, más optimista, pensaba que «el matrimonio es una gran institución. Por supuesto, si te gusta vivir en una institución». Qué duda cabe de que es también, según su célebre frase, «la principal causa de divorcio».
Por mi parte, tengo que confesarles que soy una acérrima defensora de sus mieles y hieles. Cuando te casas, en general, lo haces pensando que es para siempre. Que has encontrado a la persona con la que te gustaría darte un paseo por las nubes, subirte a un tren en marcha, arrojar leña a un fuego, tener un por y un para cada día, sellar y traicionar algunos pactos, callar, hablar, sufrir, tomar y darlo todo, calentar la aterida madrugada. Luego llegan los hijos, como una flor de plomo. El compromiso, es cierto, tiene a veces aroma de suicidio. Pero es descabellado romperlo alegremente. Porque en ese estallido tú pones los pedazos. Porque, roto el cristal, el amor es un agua derramada. Porque por muy exprés que nos lo pinten, el divorcio es el último remedio del más existencial de los fracasos.