El castellano, bien aprendido y mejor usado, da para mucho. Para cantar las gestas de los antiguos héroes, para “fablar” con el vecino, para traerse a estos páramos los endecasílabos de Petrarca, para describir el despecho de un cíclope, para narrar las nunca vistas andanzas del más chiflado de los caballeros, para evocar oscuras golondrinas, para decir el mar con su oleaje o mandar esemeses con los d2. Pero en Cataluña, según el Parlament, no da ni para tres horas lectivas a la semana. En poco me lo tasáis.
No parecen tener los promotores de la LEC mucha confianza en la lengua que auspician si han de blindarla mediante consensos oportunistas y normativas pirata frente a su muy desguarnecido competidor. Se pensarán que así, dejando al viejo castellano en cueros vivos, van a acabar con él, como un Goliat que, para variar, venciera a David. Querrán dejarlo imposible para vos y para mí, pero yo me temo que lo único que conseguirán es que cada día más gente le haga un hueco en el alma, que es la Valencia de los desterrados.
A base de prohibiciones, vamos a acabar creando una comunidad sefardí dentro de nuestras fronteras. O a lo mejor de este ejercicio de inmersión lingüística nace un idioma nuevo, una especie de mozárabe: el de los catalanes que hablen castellano en la intimidad. Ya me imagino a los kiosqueros de las Ramblas vendiendo libros de Miguel Hernández de tapadillo, como en la posguerra, y a los niños jugando a hablar como en España. Olvidan los Montillas y Mases del momento que no hay quien mida en horas las palabras.