La chica del metro

La chica del metro

Estoy sentada en un vagón de metro. Tengo dieciséis años, o quizás más. No soy ecuatoriana, o sí lo soy. He quedado con alguien o me esperan en casa. Voy pensando en mis cosas: el amor o el deseo. En algo que ya tengo, en eso que me falta, en lo que miro y creo, en lo que toco y siento, en la vida y la muerte, que a mi edad son palabras, en esta soledad que me rodea, en mi pelo, en mis manos, en la tenue bombilla, en el tren que discurre con rumor de marea… Me deslizo indolente sobre mis propios sueños. No intuyo la tormenta que me aguarda.

Decide, un individuo, hacer de mí su presa. Soy como una película de miedo que otros van recogiendo en su mirada. Soy, bajo sus insultos, bajo el peso estridente, brutal y cenagoso de su ira, bajo su sordo eructo de patadas, un cuerpo reducido a un amasijo, un objeto, un efecto, una hondonada, un muro en que rebotan las ondas expansivas del fracaso, una espuma que la idiotez golpea, un cristal a merced de un portazo violento. Soy también el producto de un éxodo invertido. Camino hacia el desierto del vasto desengaño desde una tierra fértil, prometida y lejana.

Me he encerrado en mi cuarto para que el sol me cosa pero como templando su aguja en los visillos. Allá afuera, las calles me gritan que me aleje. Que aguarde, que me humille, que me esconda. Ese chico infrahumano que no me reconoce ni el derecho a habitar su misma noche, anda suelto, libérrimo, crecido. La justicia no sabe cómo cobrarle un precio. Esa justicia ciega que ciega lo que aplaza. Ya no sé con qué leyes se remedia una herida. Sólo sé que es horrible descubrirme dormida y verme de repente, en un metro, escogida como el chivo expiatorio de mi mezcla de razas.
Laura Campmany